20120724



 Grado de opacidad que entrega el alero y cubierta


En realidad, la belleza de una habitación japonesa, producida únicamente por un juego sobre el grado de opacidad de la sombra y no necesita ningún accesorio. Al occidental que lo ve le sorprende esa desnudez y cree estar tan sólo ante unos muros grises y desprovistos de cualquier ornato, interpretación totalmente legítima desde su punto de vista, pero que demuestra que no ha captado en absoluto el enigma de la sombra.

Posiblemente exista en otras partes una belleza similar, creada por la simple armonía de los colores, pero si por desgracias el no tuviese que recurrir como el kabuki a los modernos sistemas de iluminación, es seguro que bajo el impacto de esa luz brutal sus virtudes estéticas saltarían en pedazos. Es, pues, absolutamente esencial que el escenario del no permanezca en la oscuridad original y, cuanto más antiguo sea el edificio, mejor. Una reluciente tarima con brillo natural, pilares y tabiques de reflejos oscuros, una oscuridad que, procedente del techo, se extienda por encima de la cabeza del actor como una inmensa campana, ése es el espacio teatral más adecuado.

Ahora bien, esta oscuridad intrínseca del no y la belleza que genera forman un singular universo de sombra que, en nuestros días, solo se ve en el escenario, mientras que en antaño no debían estar muy alejados de la vida real.


Siempre que en algún monasterio de Kyoto o de Nara me indican el camino de los retretes, construidos de la manera de antaño, semioscuros y sin embargo de una limpieza meticulosa, experimentando intensamente la extraordinaria calidad de la arquitectura japonesa.

Un pabellón de té es un lugar encantador, lo admito, pero el que sí está verdaderamente concebido para la paz del espíritu son los retretes de estilo japonés. Siempre apartados del edificio principal, están emplazados al abrigo de un bosquecillo de donde nos llega un olor a verdor y a musgo; después de haber atravesado para llegar una galería cubierta, agachado en la penumbra, bañado por la suave luz de los shoji y absorto en tus ensoñaciones, al contemplar el espectáculo del jardín que se despliega desde la ventana, experimentas una emoción imposible de describir. El maestro Soseki, al parecer, contaba entre los grandes placeres de la existencia el hecho de ir a obrar cada mañana, precisando que era una satisfacción de tipo esencialmente fisiológico: pues bien, para apreciar plenamente este placer, no hay lugar más adecuado que esos retretes de estilo japonés desde donde, al amparo de las sencillas paredes de superficies lisas, puedes contemplar el azul del cielo y el verdor del follaje.

Cuando me encuentro en dicho lugar me complace escuchar la lluvia suave y regular. Esto me sucede, en particular, en aquellas construcciones características de las provincias orientales donde han colocado a ras de suelo unas aberturas estrechas y largas para echar los desperdicios, de manera que se puede oír, muy cerca, el apaciguante ruido de las gotas que, al caer del alero o de las hojas de los árboles, salpican el pie de las linternas de piedra y empapan el musgo de las losas antes que las esponje el suelo.

Por lo tanto no parece descabellado pretender que es en la construcción de los retretes donde la arquitectura japonesa ha alcanzado el colmo del refinamiento. Nuestros antepasados, que lo poetizaban todo, consiguieron paradójicamente transmutar un lugar del más exquisito buen gusto aquel cuyo destino en la casa era el más sórdido y, merced a una estrecha asociación con la naturaleza, consiguieron difuminarlo mediante una red de delicadas asociaciones de imágenes. Comparada con la actitud de los occidentales que, deliberadamente, han decidido que ese lugar era sucio y ni siquiera debía mencionarse en público, la nuestra es infinitamente más sabia porque hemos penetrado ahí, en verdad, hasta la médula del refinamiento.

Soy totalmente profano en materia de arquitectura pero he oído decir que en las catedrales góticas de Occidente la belleza residía en la altura de los tejados y en la audacia de las agujas que penetran en el cielo. Por el contrario, en los monumentos religiosos de nuestro país, los edificios quedan aplastados bajo las enormes tejas cimeras y su estructura desaparece por completo en la sombra profunda y vasta que proyectan los aleros. Visto desde fuera, y esto no sólo es válido para los templos sino para los palacios y las residencias del común de los mortales, lo que primero llama la atención es el inmenso tejado, ya esté cubierto de tejas o de cañas, y la densa sombra que reina bajo el alero.

Tan densa, que a veces en pleno día, en las tinieblas cavernosas que se extienden más allá del alero, apenas se distingue la entrada, las puertas, los tabiques o los pilares. En la mayoría de los edificios antiguos, y lo mismo sucede con las imponentes construcciones como el Chion’in  o los Honganji, así como con cualquier granja perdida en la profundidad del campo, si se compara las parte inferior, debajo del alero, con el tejado que lo corona, se tiene la impresión, al menos visual, de que la parte más maciza, la más alta y extensa es el tejado.

Por eso, cuando iniciamos la construcción de nuestras residencias, antes que nada desplegamos dicho tejado como un quitasol que determina en el suelo un perímetro protegido del sol, luego en esa penumbra, disponemos la casa. Por supuesto, una casa de Occidente no puede tampoco prescindir del tejado, pero su principal objetivo consiste no tanto en obstaculizar la luz solar como proteger de la intemperie; se le construye de manera que difunda la menor sombra posible y un simple vistazo a su aspecto externo permite reconocer que se ha intentado que el interior esté expuesto a la luz del modo más favorable. Si el tejado japonés es un quitasol, el occidental no es más que un tocado. Como en una gorra, los bordes están tan mermados que los royos directos del sol pueden dar en los muros hasta el nivel del tejado.

Si en la casa japonesa el alero del tejado sobresale tanto es debido al clima, a los materiales de construcción y a diferentes factores sin duda. A falta, por ejemplo de ladrillos, cristal y cemento para proteger las paredes contra ráfagas laterales de lluvia, ha habido que proyectar el tejado hacia delante de manera que el japonés, que también hubiera preferido una vivienda clara a una vivienda oscura, se ha visto obligado a hacer de la necesidad virtud. Pero eso que generalmente se llama bello no es más que una sublimación de las realidades de la vida, y así fue como nuestros antepasados, obligados a residir, lo quisieran o no, en viviendas oscuras y no tardaron en utilizar la sombra para obtener efectos estéticos.


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